Introducción
Leyendo estos capítulos
de Mateo no nos queda ninguna duda de que Dios tiene grandes expectativas en
cuanto a nosotros: "Sed pues vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los
cielos es perfecto" (Mt 5:48). Sólo de esta manera nuestro servicio para
el Señor será aceptable y eficaz.
Sólo así tendremos
"una amplia y generosa entrada en el Reino eterno de nuestro Señor y
Salvador Jesucristo" (2 P 1:11).
Con todo esto en
nuestras mentes, regresamos nuevamente a la segunda epístola de Pedro, y
veremos que allí nos encontramos con la misma cuestión. Lo que él nos va a
decir es que si un día vamos a compartir con el Señor la administración de su
glorioso Reino, tendremos que aprender a hacerlo ahora en este mundo por medio
del desarrollo de un carácter maduro, espiritual y auténticamente cristiano; el
mismo carácter de Cristo.
¿Por qué tengo yo que ser como Cristo?
La respuesta la
encontramos en (2 P 1:4): "Nos ha dado preciosas y grandísimas
promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la naturaleza
divina".
Puede que alguien
piense que esto ya se cumplió en nosotros el día en que nos convertimos y
nacimos de nuevo. Como el mismo apóstol Pedro diría en (1 P 1:23):
"Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por
la palabra de Dios que vive y permanece para siempre".
¿Qué posibilidades tengo yo de llegar a ser como Cristo?
Cuando nos enfrentamos
con la altísima vocación a la que Dios nos ha llamado, y reflexionando en todo
lo que implica, es fácil llegar a pensar que eso no es para nosotros: "Tal
vez sí lo sea para alguien como el apóstol Pedro o para los otros apóstoles,
pero no para mí.
¿Con qué recursos puedo contar para alcanzar este
propósito?
La respuesta la
encontramos en (2 P 1:3-4). Todas las cosas que pertenecen a la vida y a
la piedad "nos han sido dadas por su divino poder, mediante el
conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de
las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas para que por ellas
llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina".
Cuando nacemos de
nuevo llegamos a tener en nosotros la misma vida y naturaleza de Dios, una vida
llena de vigor y posibilidades. Por lo tanto, potencialmente tenemos todo lo
que necesitamos para que se vaya desarrollando y formando en nosotros su mismo
carácter, y de ese modo lleguemos a ser hijos maduros y competentes para
enfrentarnos con la alta vocación a la que hemos sido llamados (2 P 1:10).
(Stg 2:5) La promesa de ser herederos del
Reino.
(Ro 4:13,16) La
promesa de ser herederos del mundo
(He 12:26-29) La
promesa de un Reino inconmovible.
Todas estas promesas,
y muchas más que encontramos en las Escrituras, nos han sido dadas para
estimular nuestro espíritu y animarnos para hacer firme nuestra vocación y
elección.
Por supuesto, Dios es
fiel en cuanto a sus promesas, y podemos estar seguros de que él cumplirá su
parte en todo lo que ha dicho, de otro modo, su propio carácter quedaría en
entredicho, lo cual no es posible. Recordemos algunos textos que afirman esta
verdad:
(Fil 1:6) "El que
comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de
Jesucristo."
(Fil 2:13) "Dios
es el que en vosotros produce el querer como el hacer, por su buena voluntad."
(Jn 14:13) "Todo
lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré."
Ya tenemos a Dios y a
nuestro Señor Jesucristo, lo que es absolutamente primordial, pero ahora es
necesario también que nosotros tengamos una intimidad real y creciente con
ellos, conociéndoles cada día mejor. Y esto no se puede quedar en la teoría; es
necesario que llegue a ser una realidad viva en nuestras experiencias. (2 P 1:2)
"Gracia y paz o sean multiplicadas en el conocimiento de Dios y de nuestro
Señor Jesús"
(2 P 1:3) Todo nos ha
sido dado "mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y
excelencia".
(2 P 1:8) "No os
dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al conocimiento de nuestro Señor
Jesucristo"
(2 P 3:18)
"Creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador
Jesucristo"
Pablo deseaba por
encima de todas las cosas conocer al Señor (Fil 3:8-14). Esta era la razón por la
que había sido salvado. Por lo tanto, deseaba "asir aquello para lo cual
fui también asido por Cristo" (Fil 3:12).
Tal como el mismo
Señor Jesucristo explicó, el propósito de la vida eterna es, en primer lugar,
llevarnos a la presencia de Dios para que le conozcamos: "Esta es la vida eterna,
que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado"
(Jn 17:3).
¿Cómo puedo yo crecer en el conocimiento de Dios?
Si mi crecimiento
depende de que yo conozca cada vez más de Dios, ¿cómo puedo llegar a avanzar en
esto?
La respuesta es que
esto se produce por medio de una intimidad creciente con su Palabra. Este es un
tema del que el apóstol Pedro trató en su primera epístola (1 P 1:23) (1 P 2:2)
y del que vuelve a tratar nuevamente aquí (2 P 1:19-21).
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